I
-Cuatro -dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través
de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio
Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.
-Cuatro -repitió el Jaguar- ¿Quién?
-Yo -murmuró Cava- Dije cuatro.
-Apúrate -replicó el Jaguar- Ya sabes, el segundo de la izquierda.
Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de
madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes,
colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de] colegio
se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez
acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra,
estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.
-¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? -dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero de pelos
grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño. Tenía
la boca abierta, del labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a
mirarlo.
-Entro de imaginaria a la una -dijo Boa-. Quisiera dormir algo.
-Váyanse -dijo el Jaguar- Los despertaré a las cinco.
Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y maldijo.
-Apenas regreses, me despiertas -ordenó el Jaguar- No te demores mucho. Van a ser las doce.
-Sí -dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía fatigado-. Voy a vestirme.
Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no necesitaba ver para orientarse entre las dos
columnas de literas; conocía de memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad
silenciosa, alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la segunda de la
derecha, la de abajo, a un metro de la entrada. Mientras sacaba a tientas del ropero el pantalón, la camisa
caqui y los botines, sentía junto a su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera
superior. Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos del negro y pensó
en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de franela azul y se vistió. Echó sobre sus
hombros el sacón de paño. Luego, pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del
Jaguar, que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.
-Jaguar.
-Sí. Toma.
Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero. Conservó en la mano la linterna, guardó
la lima en el bolsillo del sacón.
-¿Quiénes son los imaginarias? -preguntó Cava;
-El poeta y yo.
-¿Tú?
-Me reemplaza el Esclavo.
-¿Y en las otras secciones?
-¿Tienes miedo?
Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta. Abrió uno de los batientes, con cuidado,
pero no pudo evitar que crujiera.
-¡Un ladrón! -gritó alguien, en la oscuridad- ¡Mátalo, imaginaria!
Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente iluminado por los globos
eléctricos de la pista de desfile, que separaba las cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el
contorno de los tres bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba
una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la cuadra, se mantuvo unos
instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie; el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los
cadetes que dormían, a los suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla
del estadio. Advirtió que el- miedo lo paralizaría si no actuaba. Calculó la distancia: debía cruzar el patio
y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras del descampado, contornear el comedor, las
oficinas, los dormitorios de los oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que
moría en el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no llegaba hasta allí. Luego,
el regreso. Confusamente, deseó perder la voluntad y la imaginación y ejecutar el plan como una
máquina ciega. Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a
acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez
insólita.
Comenzó a avanzar pegado a la pared. En vez de cruzar el patio, dio un rodeo, siguiendo el muro curvo
de las cuadras de quinto. Al llegar al extremo, miró con ansiedad: la pista parecía interminable y
misteriosa, enmarcada por los simétricos globos de luz en torno a los cuales se aglomeraba la neblina.
Fuera del alcance de la luz, adivinó, en el macizo de sombras, el descampado cubierto de hierba. Los
imaginarias solían tenderse allí, a dormir o a conversar en voz baja, cuando no hacía frío. Confiaba en
que una timba los tuviera reunidos esa noche en algún baño. Caminó a pasos rápidos, sumergido en la
sombra de los edificios de la izquierda, eludiendo los manchones de luz. El estallido de las olas y la
resaca del mar extendido al pie del colegio, al fondo de los acantilados, apagaba el ruido de los botines.
Al llegar al edificio de los oficiales se estremeció y apuró el paso. Después, cortó transversalmente la
pista y se hundió en la oscuridad del descampado.
Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo, el miedo que empezaba
a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia, brillantes como luciérnagas, dulces, tímidos, lo
contemplaban los ojos de la vicuña. «¡Fuera!», exclamó, encolerizado. El animal permaneció indiferente.
«No duerme nunca la maldita», pensó Cava. «Tampoco come. ¿Por qué no se ha muerto?- Se alejó. Dos
años y medio atrás, al venir a Lima para terminar sus estudios, lo asombró encontrar caminando
impávidamente entre los muros grises y devorados por la humedad del Colegio Militar Leoncio Prado, a
ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la vicuña al colegio, de qué lugar de los Andes?
Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la vicuña apenas se inquietaba con el impacto de las
piedras. Se apartaba lentamente de los tiradores, con una expresión neutra. «Se parece a los indios»,
pensó Cava. Subía la escalera de las aulas. Ahora no se preocupaba del ruido de los botines; allí no había
nadie, fuera de los bancos, los pupitres, el viento y las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería
superior. Se detuvo. El chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. «El segundo de la
izquierda», había dicho el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando con la lima la masilla del
contorno, que recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en
el suelo. Palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro,
movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al mimeógrafo,
había tres pilas de papel. Leyó: «Examen bimestral de Química. Quinto año. Duración de la prueba:
cuarenta minutos”. Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aún. Copió rápidamente
las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y volvió hacia la ventana.
Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos. «¡Mierda!», gimió.
Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que
esperaban, las voces como balazos de los oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó
todavía unos segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio
repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería
llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se
arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso.
-¿Listo? – dijo el Jaguar.
– Sí.
– Vamos al baño.
El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad
amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos,
de uñas largas y sucias; olían mal.
– Rompí un vidrio – dijo, sin levantar la voz.,
Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su
sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del
Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas.
– Serrano – murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro…
Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin
violencia.
-¡Suelta! – dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano!
Cava dejó caer las manos.
– No había nadie en el patio -susurró- No me han visto.
El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.
– No soy un desgraciado, Jaguar – murmuró Cava – Si nos chapan, pago solo y ya está.
El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.
– Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.
Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que
llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas,
arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro
pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: «voy a ver Lima». A veces, su madre lo
atraía hacia ella, murmurando: «Richi, Ricardo». Él pensaba: «¿por qué llora?». Los otros pasajeros
dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo
resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que
las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía
poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados:
«no me dormiré». Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, “Ya llegamos, Richi, despierta.» Estaba en
las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron
su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil
avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal
de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer
canturreaba ya sin entusiasmo. «¿Cómo será?», pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres
días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: «tu papá no
estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima». «Ya llegamos»,
dijo su madre. «¿Avenida Salaverry, si no me equivoco?», cantó el chofer. «Sí, número treinta y ocho»,
repuso la madre. Él cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó.»¿Por qué me besa en la boca?»,
pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de
muchas vueltas. Mantuvo cerrados los Ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el
cuerpo de su madre se endureció. «Beatriz, dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en
peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca,
abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios
medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo:
«es tu papá, Richi. Bésalo”. Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro
adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él
estaba rígido.
Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad
que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la
angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. «Los zorros del desierto de Sechura aúllan
como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza», había
dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo
parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergüenza y la confusión que
sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera.
No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la
habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato
después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó
risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le
subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los Ojos: su madre sonreía.
«Buenos días», dijo ella, tiernamente; «¿No besas a tu madre?». «No», dijo él.
Podría ir y decirle dame veinte soles y ya veo, se le llenarían los ojos de lágrimas y me daría cuarenta o
cincuenta, pero sería lo mismo que decirle te perdono lo que hiciste a mi mamá y puedes dedicarte al
puterío con tal que me des buenas propinas.» Bajo la bufanda de lana que le regaló su madre hace meses,
los labios de Alberto se mueven sin ruido. El sacón y la cristina que lleva hundida hasta las orejas, lo
defienden contra el frío. Su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente. » Ir
y decirle qué ganamos con no aceptar un medio, deja que nos mande un cheque cada mes hasta que se
arrepienta de sus pecados y vuelva a casa, pero ya veo, se pondrá a llorar y dirá que hay que llevar la
cruz con resignación como Nuestro Señor y aunque acepte cuánto tiempo pasará hasta que se pongan de
acuerdo y no tendré mañana los veinte soles- Según el reglamento, los imaginarias deben recorrer el
patio del año respectivo y la pista de desfile, pero él ocupa su turno en caminar a la espalda de las
cuadras, junto a la alta baranda descolorida que protege la fachada principal del colegio. Desde allí ve
entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y
el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos,
igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un
rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su
barrio. El oficial de guardia pasa revista a los imaginarias cada dos horas: a la una, lo hallará en su
puesto. Mientras, Alberto planea la salida del sábado. «Podría que unos diez tipos se soñaran con la
película ésa, y viendo tantas mujeres en calzones, tantas piernas, tantas barrigas, tantas, me encarguen
novelitas, pero acaso pagan adelantado y cuándo las haría si mañana es el examen de Química y tendré
que pagarle al Jaguar por las preguntas salvo que Vallano me sople a cambio de cartas pero quién se fía
de un negro. Podría que me pidan cartas, pero quién paga al contado a estas alturas de la semana si ya el
miércoles todo el mundo ha quemado sus últimos cartuchos en ‘La Perlita’ y en las timbas. Podría
gastarme veinte soles si los consignados me encargan cigarrillos y se los pagaría en cartas o novelitas, y
la que se armaría, encontrarme veinte soles en una cartera perdida en el comedor o en las aulas o en los
excusados, meterme ahora mismo en una cuadra de los perros y abrir roperos hasta encontrar veinte
soles o mejor sacar cincuenta centavos a cada uno para que se note menos y sólo tendría que abrir
cuarenta roperos sin despertar a nadie contando que en todos encuentre cincuenta centavos, podría ir
donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados,
ya soy un hombre y quién mierda grita ahí…»
Alberto demora en identificar la voz, en recordar que es un imaginaria lejos de su puesto. Vuelve a oír,
más fuerte, “¿qué le pasa a ese cadete?», y esta vez reaccionan su cuerpo y su espíritu, alza la cabeza, su
mirada distingue como en un remolino los muros de la Prevención, varios soldados sentados en una
banca, la estatua del héroe que amenaza con la espada desenvainada a la neblina y a las sombras,
imagina su nombre escrito en la lista de castigo, su corazón late alocado, siente pánico, su lengua y sus
labios se mueven imperceptiblemente, ve entre el héroe de bronce y él, a menos de cinco metros, al
teniente Remigio Huarina, que lo observa con las manos en la cintura.
-¿Qué hace usted aquí?
El teniente avanza hacia Alberto, éste ve tras los hombros del oficial, la mancha de musgo que oscurece
el bloque de piedra que sostiene al héroe, mejor dicho la adivina, pues las luces de la Prevención son
opacas y lejanas, o la inventa: es posible que ese mismo día los soldados de guardia hayan raspado y
fregado el pedestal.
-¿Y? – dice el teniente, frente a él- ¿Qué hay? Inmóvil, la mano derecha clavada en la cristina, tenso, todos
sus sentidos alertas, Alberto permanece mudo ante el hombrecillo borroso que aguarda también inmóvil,
sin bajar las manos de la cintura.
– Quiero hacerle una consulta, mi teniente – dice Alberto “podría jurarle me estoy muriendo de dolor de
estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría
suplicarle…»-. Quiero decir, una consulta moral.
-¿Qué ha dicho?
– Tengo un problema – dice Alberto, rígido decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que
por cada punto perderá un año de ascenso, podría “Es algo personal. – Se interrumpe, vacila un instante,
luego miente: – El coronel dijo una vez que podíamos consultar a nuestros oficiales. Sobre los problemas
íntimos, quiero decir.
– Nombre y sección – dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más frágil y pequeño. Da
un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el
rostro redondo contraído en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta
cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: «brigadieres, métanles seis puntos- a todos los
números tres y múltiplos de tres».
– Alberto Fernández, quinto año, primera sección.
– Al grano – dice el teniente- Al grano.
– Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo
pesadillas – Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en
blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un
laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño que mato, que me
persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi
teniente, le juro.
El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la
desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. “Podría reír, podría
llorar, gritar, podría correr.» El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás
y exclama:
-¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre!
– No quería molestarlo, mi teniente – balbucea Alberto.
– Oiga, ¿y este brazalete? – dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está usted de
imaginaria?
– sí, mi teniente.
-¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto?
– Sí, mi teniente.
-¡Consultas morales! Es usted un tarado. – Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro
del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado
unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y
agradezca que no lo consigno.
– Sí, mi teniente.
Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención
inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: «ni que fuéramos curas, qué carajo». Frente
a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las
cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava,
la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al
otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa – el galpón de los soldados- hay un muro
grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes
descampados de La Perla. «Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si
el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies
Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si
vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi reloj en prenda, y si no consigo el
examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor.»
Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace
una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la
estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto
ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo
siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la
distribución actual. Y explicó en un discurso: «Eso de dormir cerca de] prócer epónimo habrá que
ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras M fondo. Y luego, con los años se
irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan M colegio se parezcan un poco
a él, que peleó por la libertad de un país que ni siquiera era el Perú. En el Ejército, cadetes, hay que
respetar los símbolos, qué caray».
«Y si le robo los cordones a Arróspide, habría que ser desgraciado para fregar a un miraflorino habiendo
en la sección tantos serranos que se pasan el año encerrados como si tuvieran miedo a la calle, y a lo
mejor tienen, busquemos otro. Y si le robo a alguno M Círculo, a Rulos o al bruto del Boa, pero y el
examen, no sea que me jalen en Química otra vez. Y si al Esclavo, qué gracia, eso le dije a Vallano y es
verdad, te creerías muy valiente si le pegaras a un muerto, salvo que estés desesperado. En los ojos se le
vio que es un cobarde como todos los negros, qué ojos, qué pánico, qué saltos, lo mato al que me ha
robado m¡ pijama, lo ¡nato al que, ahí viene el teniente, ahí vienen los suboficiales, devuélvanme mi
pijama que esta semana tengo que salir y no digo desafiarlo, no digo mentarle la madre, no (ligo
insultarlo, al menos decirle qué te pasa o algo, Pero dejarse arrancar el pijama de las manos en plena
revista, sin chistar, eso no. El Esclavo necesita que le saquen el miedo a golpes, le robaré los cordones a
Vallano.»
Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el
murmullo del lilar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos
encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe
estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito.» El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de
la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si
tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y
espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado
nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química.- Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a
las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta. Inspecciona
los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero en ninguno se
altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta
del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabras confusas, un nombre
de mujer. «Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa del arequipeño ése que me
enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbele bonito que la quiero mucho,
yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?» En la séptima sección, junto a los urinarios,
hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están
tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño está abierta y Alberto los distingue a lo
lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta una sombra.
-¿Qué hay? ¿Quién es?
– El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto.
Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo
sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas.
-¿Han visto al Jaguar?
– No ha venido.
-¿Qué juegan?
– Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana – un cuarto de hora.
– No juego con serranos – dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los
jugadores- Sólo me los tiro.
– Lárgate, poeta – dice uno- Y no friegues.
– Pasaré un parte al capitán – dice Alberto, dando media vuelta -. Los serranos se juegan los piojos al
póquer durante el servicio.
Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia el
descampado. «Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante mi
turno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si.» Cruza el descampado hasta llegar al muro Posterior
del colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro de
quebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban el muro
por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes de cuarto,
sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda la noche. Las
contras han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio
de quinto, vacío y borroso’. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Va hacia ella.
– ¿Jaguar?
No hay respuesta. Alberto saca su linterna – los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un
brazalete morado- y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una piel
suave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez.
-¿Qué haces aquí, tú?
El Esclavo levanta una mano para protegerse de la luz. Alberto apaga la linterna.
– Estoy de imaginaria.
Alberto ¿ríe? El ruido vibra en la oscuridad como un acceso de eructos, cesa Linos instantes, luego brota
de nuevo el chorro de desprecio puro, porfiado y sin alegría.
– Estás reemplazando al Jaguar – dice Alberto -. Me das pena.
– Y tú imitas la risa del Jaguar – dice el Esclavo, suavemente -; eso debería darte más pena.
– Yo sólo imito a tu madre – dice Alberto. Se libera del fusil, lo coloca sobre la hierba, sube las solapas de
su sacón, se frota las manos y se sienta junto al Esclavo -. ¿Tienes un cigarrillo?
Una mano sudada roza la suya y se aparta en el acto, dejando en su poder un cigarrillo blando, sin
tabaco en las puntas. Alberto prende un fósforo. «Cuidado, susurra el Esclavo. Puede verte la ronda.»
«Mierda, dice Alberto. Me quemé.» Ante ellos se alarga la pista de desfile, luminosa como una gran
avenida en el corazón de una ciudad disimulada por la niebla.
-¿Cómo haces para que te duren los cigarrillos? – dice Alberto- A mí se me acaban los miércoles, a lo más.
– Fumo poco.
-¿Por qué eres tan rosquete? – dice Alberto -. ¿No te da vergüenza hacerle su turno al Jaguar?
– Yo hago lo que quiero – responde el Esclavo- ¿A ti te importa?
– Te trata como a un esclavo – dice Alberto- Todos te tratan como a un esclavo, qué caray. ¿Por qué tienes
tanto miedo?
-A ti no te tengo miedo.
Alberto ríe. Su risa se corta bruscamente.
– Es verdad -dice- Me estoy riendo como el Jaguar. ¿Por qué lo imitan todos?
– Yo no lo imito – dice el Esclavo.
– Tú eres como su perro – dice Alberto -. A ti te ha fregado.
Alberto arroja la colilla. La brasa agoniza unos instantes entre sus pies, sobre la hierba, luego desaparece.
El patio de quinto sigue desierto.
– Sí – dice Alberto -. Te ha fregado. – Abre la boca, la cierra. Se lleva una mano a la punta de la lengua,
coge con dos dedos una hebra de tabaco, la parte con las uñas, se pone en los labios los dos cuerpos
minúsculos y escupe.- ¿Tú no has peleado nunca, no?
– Sólo una vez – dice el Esclavo.
-¿Aquí?
– No. Antes.
– Es por eso que estás fregado – dice Alberto- Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse
de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida.
– Yo no voy a ser militar.
– Yo tampoco. Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser bien macho,
tener unos huevos de acero, ¿comprendes? 0 comes o te comen, no hay más remedio. A mí no me gusta
que me coman.
– No me gusta pelear – dice el Esclavo- Mejor dicho, no
– Eso no se aprende – dice Alberto- Es una cuestión de estómago.
– El teniente Gamboa dijo eso una vez.
– Es la pura verdad, ¿no? Yo no quiero ser militar pero aquí uno se hace más hombre. Aprende a
defenderse y a conocer la vida.
– Pero tú no peleas mucho – dice el Esclavo- Y sin embargo no te friegan.
– Yo me hago el loco, quiero decir el pendejo. Eso también sirve, para que no te dominen. Si no te
defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te montan encima.
-¿Tú vas a ser un poeta? – dice el Esclavo.
-¿Estás cojudo? Voy a ser ingeniero. Mi padre me mandará a estudiar a Estados Unidos. Escribo cartas y
novelitas para comprarme cigarrillos. Pero eso no quiere decir nada. ¿Y tú, qué vas a ser?
– Yo quería ser marino – dice el Esclavo -. Pero ahora ya no. No me gusta la vida militar. Quizá sea
ingeniero, también.
La niebla se ha condensado; los faroles de la pista parecen más pequeños y su luz es más débil. Alberto
busca en sus bolsillos. Hace dos días que está sin cigarrillos, pero sus manos repiten el gesto,
mecánicamente, cada vez que desea fumar.
-¿Te quedan cigarrillos?
El Esclavo no responde, pero segundos después Alberto siente un brazo junto a su estómago. Toca la
mano del otro, que sostiene un paquete casi lleno. Saca un cigarrillo, lo pone entre sus labios, con la
punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del
Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos.
-¿De qué mierda estás llorando? – dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo -. Me
volví a quemar, maldita sea.
Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz.
-¿Qué te pasa? – pregunta.
– Nada.
Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja,
casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha
inmóvil.
-¿Qué te han hecho? – dice Alberto- No hay que llorar nunca, hombre.
– Mi sacón – dice el Esclavo -. Me han fregado la salida.
Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas.
– Mañana tenía que salir – dice el Esclavo -. Me han reventado.
-¿Sabes quién ha sido?
– No. Lo sacaron del ropero.
– Te van a descontar cien soles. Quizá más.
– No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir.
-¿Tienes hora?
– La una menos cuarto – dice el Esclavo -. Ya podemos ir a la cuadra.
– Espera – dice Alberto, incorporándose- Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón.
El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de
algo próximo e irremediable.
– Apúrate – dice Alberto.
– Los imaginarias… – susurra el Esclavo.
– Maldita sea – dice Alberto -. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente
cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba.
El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los
clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido
del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los
dormitorios de los oficiales.
– Vamos a la décima o a la novena – dice el Esclavo -. Los enanos tienen el sueño de plomo.
-¿Te hace falta un sacón o un chaleco? – dice Alberto -. Vamos a la tercera.
Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete
la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La
puerta se cierra tras ellos. 11 ¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es
verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?» «Al fondo,
murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama.“
¿Qué?», dice el Esclavo’ sin moverse. «Mierda, dice Alberto. Ven.- Arrastrando los pies, atraviesan la
cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. «Y si fuera un ciego, me saco
los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que
el servicio no se abandona nunca salvo muerto.» Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto
repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el
candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. «Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar
Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me
hayas matado por un sacón.» La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás
y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se
abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún
punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el
brazo de Alberto. «Quieto, susurra éste. 0 te mato.” «¿Qué?», dice el otro. La mano de Alberto explora el
interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el
rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto,
tocando sólo su atmósfera, su vaho. «Sácale los cordones a dos botines, Ice Alberto. Necesito.» El Esclavo
lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, mete el candado en las
armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando
llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen.
¿Tiene marca?
El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna.
– No.
– Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color.
– Ya es casi la una – dice el Esclavo.
Alberto asiente. Al llegar a la puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero:
¿Y los cordones?
– Sólo conseguí uno – dice el Esclavo. Duda un momento: – Perdón.
Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros.
– Gracias – dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su
cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa.
– Lo hago para divertirme – dice Alberto. Y añade, rápido: -¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni
jota de Química.
– No – dice el Esclavo- Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben
estar resolviendo las preguntas.
– No tengo plata. El Jaguar es un ladrón.
-¿Quieres que te preste? – dice el Esclavo.
-¿Tienes plata?
– Un poco.
-¿Puedes prestarme veinte soles?
– Veinte soles, sí.
Alberto le da una palmada en el hombro. Dice:
– Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas.
– No – dice el Esclavo. Ha bajado los ojos- Más bien en cartas.
-¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú?
– Todavía no tengo – dice el Esclavo -. Pero quizás tenga.
– Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo.
Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de
roperos, incluso algunas lisuras.
– Ya están cambiando el turno – dice Alberto -. Vamos.
Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines.
Luego sacude al negro con las dos manos.
– Tu madre, tu madre – exclama Vallano, frenéticamente.
– Es la una – dice Alberto- Tu turno.
– Si me has despertado antes te machuco.
Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo.
– Ahí tienes el fusil y la linterna – dice Alberto- Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda
está en la segunda sección.
-¿De veras? – dice Vallano, sentándose.
Alberto va hasta su litera y se desnuda.
– Aquí todos son muy graciosos – dice Vallano -. Muy graciosos.
-¿Qué te pasa? – pregunta Alberto.
– Me han robado un cordón.
– Silencio – grita alguien- Imaginaria, que se callen esos maricones.
Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador.
– Se están robando un cordón – grita.
– Un día de estos te voy a romper la cara, poeta – dice Vallano, bostezando.
Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme.
La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la
tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve
dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño
jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a
la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco,
fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré
terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que
abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido
erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima.
Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un
centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de
zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una
lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no.
Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de
fulbito para intervenir en el campeonato anual del «Club Terrazas», los muchachos se presentaron con el
nombre de – Barrio Alegre». Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además,
los cronistas policiales designaban con el nombre de «Barrio Alegre» al jirón Huatica de la Victoria, la
calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a
hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de
Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: «el barrio de
Diego Ferré».
La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La
conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido
trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría
más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar
un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un
compañero los llevaba a ambos hasta el colegio «La Salle», todas las mañanas. En el futuro tendría que
tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez
cuadras hasta la avenida Arica, pues «La Salle», aunque es un colegio para niños decentes, está en el
corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir
acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los
Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los
ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la
azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se
almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las
parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse.
El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó
directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar – todavía no conocía el
nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y
entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida
social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: » tengo que salir.
Un asunto importante». La madre clamó: «vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos» y luego,
escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se
había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente
fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban
hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de
la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al
balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una
camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos
insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero
en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. «Tapa ésta, Pluto», decía el
moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las
dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. «Eres una madre, Tico, decía. Para
tapar tus penales me basta la nariz.» El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba,
medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. «Manos de trapo, se burlaba Tico,
mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada.» Al principio, Alberto los miraba con
frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente
deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido.
Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de
ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él,
como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y
movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió
despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto.
– Hola – dijo.
– Hola – dijo Alberto.
Pluto tenía las manos en los bolsillos. Daba saltitos en el sitio, igual a los jugadores profesionales antes M
partido, para entrar en calor;
-¿Vas a vivir aquí? – dijo Pluto.
-Sí. Nos mudamos hoy.
Pluto asintió. Tico se había acercado. Llevaba la pelota sobre el hombro y la sostenía con una mano. Miró
a Alberto. Se sonrieron. Pluto miró a Tico:
– Se ha mudado – dijo -. Va a vivir aquí.
– Ah –dijo Tico.
– ¿Ustedes viven acá? – preguntó Alberto.
– Él en Diego Ferré – dijo Pluto -. En la primera cuadra. Yo a la vuelta, en Ocharán.
– Uno más para el barrio – dijo Tico.
-A mí me dicen Pluto. Y a este Tico. Es una madre pateando.
-¿Tu padre es buena gente? – preguntó Tico.
– Más o menos – dijo Alberto -. ¿Por qué?
– Nos han corrido de toda la calle – dijo Pluto -. Nos quitan la pelota. No nos dejan jugar.
Tico comenzó a hacer botar la pelota, como en el basquet.
– Baja – dijo Pluto -. Tiraremos penales. Cuando vengan los otros jugaremos un partido de fulbito.
– Okey – dijo Alberto- Pero conste que no soy muy bueno en fulbito.
Cava nos dijo: detrás del galpón de los soldados hay gallinas. Mientes, serrano, no es verdad. Juro que
las he visto. Así que fuimos después de la comida, dando un rodeo para no pasar por las cuadras y
rampando como en campaña. ¿Ves? ¿Ven?, decía el muy maldito, un corral blanco con gallinas de
colores, qué más quieren, ¿quieren más? ¿Nos tiramos la negra o la amarilla? La amarilla está más gorda.
¿Qué esperas, huevas? Yo la cojo y me como las alas. Tápale el pico, Boa, como si fuera tan fácil. No
podía; no te escapes, patita, venga, venga. Le tiene miedo, lo está mirando feo, le muestra el rabo, miren,
decía el muy maldito. Pero era verdad que me picoteaba los dedos. Vamos al estadio y tápenle el pico de
una vez a ésa. ¿Y qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Lo mejor, dijo el Jaguar, es amarrarle las patas
y el pico. ¿Y las alas, qué me dicen si capa a alguien a punta de aletazos, qué me dicen? No quiere nada
contigo, Boa. ¿Estás seguro, serrano, tú también? No, pero lo vi con mis propios ojos. ¿Con qué la
amarro? Qué brutos, qué brutos, una gallina al menos es chiquita, parece un juego, pero ¡una llama! ¿Y
qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Estábamos fumando en los excusados de las aulas, bajen las
candelas, murciélagos. El Jaguar puja de alma, parece que lo estuvieran manducando. ¿Ya, Jaguar, salió,
salió? Silencio, que me cortan, tengo que concentrarme. ¿Ya, ya, la puntita? ¿Y qué tal si nos tiramos al
gordito?, dijo el Rulos. ¿Quién? El de la novena, el gordito. ¿Tú no lo has pellizcado nunca? Uf. No está
mala la idea, pero ¿se deja o no se deja? A mí me han dicho que Lañas se lo tira cuando está de guardia.
Uf, al fin. ¿Salió, salió?, el muy maldito. ¿Y quién primero?, porque a mí se me fueron las ganas con tanto
ruido que hace. Aquí hay un hilo para el pico. Serrano, no la sueltes que a lo mejor se vuela. ¿Hay un
voluntario? Cava la tenía por los sobacos, el Rulos le rogaba no muevas el pico que de todas maneras te
lo embocan y yo le amarraba las patas. Entonces, mejor sorteamos, quién tiene fósforos. Córtale la cabeza
a uno y enséñame los otros, estoy muy viejo para que me hagan trampas. Le va a tocar al Rulos. Oye, ¿a
ti te consta que se deja? A mí no me consta. Esa risita como una picadura. Yo acepto, Rulos, pero sólo por
juego. ¿Y si no se deja? Quietos, que huele a suboficial, menos mal que pasó lejos, yo soy muy macho. ¿Y
si nos comemos al suboficial? El Boa se come a una perra, dijo el muy maldito, por qué no al gordito que
es humano. Está consignado, ahora lo vi en el comedor, matoneaba a los ocho perros de su mesa. A lo
mejor no se deja. ¿Quién dijo miedo, alguien dijo miedo? Me como una sección de gordos, uno por uno,
y fresco como una lechuga. Vamos a hacer un plan, dijo el Jaguar, cosa que resulte más fácil. ¿A quién le
tocó el palito? La gallina estaba en el suelo, quietecita y boqueando. Al serrano Cava, ¿no perciben que
ya está r1laridándose la mano? Es por gusto, está muerta, mejor sería el Boa que hace carpas marchando.
Ya sorteamos, no hay nada que hacer, te la tiras o te tiramos como a las llamas en tu Pueblo. ¿No tienen
una novelita? ¿Y si traemos al poeta a que le cuente una de esas historias que engordan la pichula? Puro
cuento, compañeros, yo hago carpas concentrándome, es Cuestión de voluntad. Oye, ¿y si me infecto?
Qué te pasa, vida mía, qué tienes, serranito, de cuándo acá te echas atrás, ¿sabías que el Boa está más
sano que tu madre desde que se tira a la Malpapeada? Cuéntame esos delirios, piojosito, ¿no te han
dicho que las gallinas son más limpias que las perras, más higiénicas? De acuerdo, nos lo comemos
aunque muramos con las manos en la masa. ¿Y la ronda? Está Huarina de servicio que es un pelma y los
sábados la ronda es cosa boba. ¿Y si acusa? Reunión del Círculo: cadete manducado y soplón, Pero ¿tú
dirías que te han manducado? Salgamos que van a tocar silencio. Y bajen las candelas, maldita sea. Ya,
dijo el Muy maldito, se ha parado sola; pásenmela. Tenla tú. ¿Yo Mismo? Tú mismo. ¿Estás seguro que
las gallinas tienen huecos? Salvo que esta pánfila sea virgen. Se está moviendo, a lo mejor es un gallo
rosquete. No se rían ni hablen, por favor. Por favor. Esa risita tan fregada. ¿No ven, han visto esa mano
de serrano? La estás manoseando, bandolero. Estoy buscando el no me muevan que ya encontré. ¿Cómo
dijo, compañero? Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el
elefante. Qué bruto. Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay. Traidores y cobardes,
torcidos hasta el alma. ¡Tápale el pico, jijunagrandísirna! Teniente Gamboa, aquí hay alguien que se está
comiendo una gallina. Son las diez o casi, dijo el Rulos, más de las diez y cuarto. ¿Han visto si hay
imaginarias? También me Como un imaginaria. Tú te comes todo, así estoy viendo, tienes mucho apetito,
jura que no te comes a tu santa madre. No había más consignados en la cuadra, pero sí en la segunda y
salirnos sin zapatos. Me estoy helando de frío y a lo mejor me constipo. Yo confieso que si oigo un
silbato, corro. Trepemos la escalera agachados que se ve desde la Prevención. ¿De veras? Entramos a la
cuadra despacito y el Jaguar ¿qué cabrón dijo que sólo había dos consignados? Ahí están roncando como
diez enanos. ¿Entonces se corren? ¿Quién? Tú que sabes cuál es su cama, pasa adelante, cosa que no nos
comamos a otro. Es la tercera, no ven cómo huele a gordito apetitoso. Se le están saliendo las plumas y
me parece que se está muriendo. ¿Ya o no? Cuenta. ¿Siempre te vas tan rápido o sólo con las gallinas?
Miren esa polilla, creo que el serrano la mató. ¿Yo? La falta de respiración, todos los huecos tapados. Si
está que se mueve, juro que se está haciendo la muerta. ¿Ustedes creen que los animales sienten?
¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma? Quiero decir gusto, como las mujeres. La Malpapeada, sí,
igualito que las mujeres. Tú, Boa, me das asco. Las cosas que se ven. Oye, la polilla se está parando. Le ha
gustado y quiere más, qué tal. Camina borrachita, camina borrachita. ¿Y ahora nos la comemos de a
deveras? Alguien va a quedar encinta, no se olviden que el serrano le dejó adentro tamaña piedra. Yo ni
sé cómo se mata a las gallinas. Calla, con el fuego se mueren los microbios. La agarras del pescuezo y la
tuerces en el aire. Tenla quieta, Boa, voy a hacer un saque, aguántate ésa. Sí señor, la elevaste, bien
puesta esa pata. Ahora sí se ha muerto, está toda deshecha, caramba. Caramba, está toda deshecha y
quién se la va a comer así oliendo a polvo y, a pezuña. Júrame que el fuego mata los microbios. Vamos a
hacer una fogata, pero allá arribita, detrás de la tapia que está más escondido. Silencio, que te parto en
cuatro. Trepa de una vez que ya está bien cogido, huevas. Cómo patea el enano, cómo pateaba, cómo,
qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca. Oye Boa, no le tapes así la jeta
que a lo mejor se ahoga. Ahorita me echa abajo y sólo me estoy frotando, decía el Rulos, no te muevas
que te mato y te hago polvo y qué más quieres que te esté bombardeando, respingado. Zafemos que se
están levantando los enanos, no te digo, caracho, se están levantando todos los enanos y aquí va a correr
sangre a torrentes. El que prendió la luz fue un vivo. El que gritó se están comiendo a un compañero, a la
pelea muchachos, también fue un vivo. A mí me manducaron con eso de la luz y ¿sería por eso que le
solté la boca?, sálvenme, hermanos. Yo sólo he oído un grito parecido cuando mi madre le largó la silla a
mi hermano. ¿Y ustedes, enanos, alguien los ha invitado, qué hacen levantados, por favor, alguien dijo
que enciendan la luz? ¿Y ése era el brigadier? No vamos a dejar que hagan eso con el muchacho,
maricones. Me he vuelto loco, estoy soñando, desde cuándo se habla así con sus cadetes, cuádrense. Y tú
de qué gritas, no ves que es una broma. Esperen que voy a aplastar unos cuantos enanos. Y el Jaguar
todavía se reía, me acuerdo de su risa cuando yo estaba machucando a los enanos. Ahora nos vamos,
pero eso sí, óiganlo bien y no se olviden: si uno solo abre el pico, nos tiramos a coda la cuadra de verdad.
No hay que meterse con los enanos, todos son unos acomplejados y no entienden las bromas. Para bajar
las escaleras ¿nos agachamos de nuevo? Puaf, decía el Rulos, chupando un hueso, la carne ha quedado
toda chamuscada y con pelos.
II
Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y
disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de
humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del
galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano
se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se
detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado
en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un
fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha
el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la
cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras
de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada
por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia
quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben
que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los
cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y
escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los
percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los
soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño
y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los
cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido.
El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince
tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es
excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los
veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del
colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.
Unos instantes después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: «hoy es la salida».
Alguien dice: «son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito». La cuadra queda de nuevo en
silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. «Los sábados debía
salir sol.- Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degüellan a
medida que avanza. Está peinado y afeitado. «Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila”,
piensa Alberto. Cierra los Ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro.
Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul.
– Está de turno el teniente Gamboa.
– Ya sé – responde Alberto- Tengo tiempo.
– Bueno – dice el Esclavo- Creí que estabas durmiendo.
Esboza una sonrisa y se aleja. «Quiere ser mi amigo», piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda
tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y 0charán están
cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí,
fumando un Chesterfield. «juro que hoy iré donde las polillas.»
– ¡Siete minutos! – grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las
literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la
loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos
prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados
por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como
Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado.
Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando
termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. -¡Esclavo!,
grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo.» – Imaginaria, brama Arróspide. Me han
robado un cordón. Eres responsable.» «Te quedarás consignado, cabrón.» «Ha sido el Esclavo, dice
alguien. Juro. Yo lo vi… Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la
cuadra.» «¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones.» «Ay, ay» cantan varios.
«Ay, ay, ay» aúlla la cuadra entera. «Todos son unos hijos de puta”, afirma Vallano. Y sale, dando un
portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse.
– Necesito cincuenta puntos de Química – dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes -. ¿Cuánto?
– Te jalarán, poeta -. El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas,
rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine- No tenemos el examen. No fuimos.
¿No consiguieron el examen?
– Nones. Ni siquiera intentamos.
Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece
de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno:
-¡Brigadieres, tomen los tres últimos!
El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla
de dientes y el pefile y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la
mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la
cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de
desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. «No manosees, cabrón», grita Vallano. Poco a
poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la
cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio a codazos y
amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo.
Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es
burlona.
-¡Silencio! – grita.
Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un
momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy
moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa.
Gamboa se detiene. Mira su reloj.
– Tres minutos – dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño- ¡Los
perros forman en dos minutos y medio!
Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio
se restablece en el acto.
-Quiero decir, los cadetes de tercero.
Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen
en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva
la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales
miran a Gamboa, hipnotizados. «Está de buen humor», murmura Vallano.
– Brigadieres – dice Gamboa- Parte de sección.
Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro
de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras
de cadetes inmóviles.
– Y parte de los tres últimos – añade.
Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus
secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que
pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera:
Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: «mono, tú estás consignado un mes,
¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio». «Diez soles», dice el Mono «No tengo plata; si quieres, te los
debo.» «No, mejor o jódete.»
-¿Quién habla ahí? – grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo.
-¡Silencio! – brama Gamboa- ¡Silencio, carajo!
Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan
los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: «permiso para regresar a la
formación, mi suboficial». Éste hace una venia o responde: «siga». Los cadetes vuelven a sus secciones al
paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones
espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de
modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En
las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus
Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe.
-¿Seis puntos o un ángulo recto? – dice.
Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: «viva Gamboa».
-¿Estoy loco o alguien habla en la formación? – pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se
pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura.
– Aquí los tres últimos -grita- Rápido. Por secciones.
Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: «Tienen suerte que
esté Gamboa de servicio, palomitas». Los tres cadetes se cuadran ante el teniente.
– Como ustedes prefieran – dice Gamboa- Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir.
Los tres responden: «ángulo recto». El teniente asiente y se encoge de hombros. «Los conozco como si los
hubiera parido», susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena:
– Posición de ángulo recto.
Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los
observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla.
– Cúbranse los huevos -indica- Con las dos manos.
Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces
carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea
ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al
cadete que retorne a su puesto.
-¡Bali! – dice luego- Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió.
El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con
la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca
ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se
frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete
más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el
equilibrio. El puntapié apenas lo remece.
– Segunda sección – ordena Gamboa- Los tres últimos.
Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los
puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar
a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: «son libres de elegir». Alberto ha
prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química.
En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. «¿Habrá estudiado
Vallano?» El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. «Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos
veinte puntos. ¿Cuánto?» «¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No
vuelvas a hablar de eso. Por tu bien.»
– Desfilen por secciones – ordena Gamboa.
La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y
avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las
cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes
permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los
amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras
de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos.
«Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera
una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan
poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de
maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y
yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete
quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo
mi cadete, quién me invita una Inca Cola en «La Perlita», yo mi cadete, quién se come mis babas, digo,
quién.
El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más
grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La
vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío.
«Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no
pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver
por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla.» Ocho gargantas
aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las
roscas hacia Alberto. «¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?» «Ay, ay, ay.» El
Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: «Te capamos si sirves poca leche». Alberto se
vuelve hacia Vallano:
-¿Sabes Química, negro?
– No.
-¿Me soplas? ¿Cuánto?
Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:
– Cinco cartas.
-¿Y tu mamá? – pregunta Alberto -. ¿Cómo está?
– Bien – dice Vallano- Si te conviene, avisa.
El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un
manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo.
La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra
sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. 0
tener mala estrella, tina suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque
sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería.» «Ni me fijé
que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón de] botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo
dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice
Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno
Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso.» Cava
levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. «¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se
inclina hacia el Esclavo:
-¿Estás seguro que viste a Cava anoche?
– Sí – dice el Esclavo -. Seguro que era él.
– Mejor no digas a nadie que lo viste. Ha pasado algo. El Jaguar dice que no se tiraron el examen. Y
mírale la cara al serrano.
Al oír el silbato, todos se ponen de pie y salen corriendo hacia el descampado, donde los espera Gamboa,
los brazos cruzados sobre el pecho y el pito en la boca. La vicuña echa a correr despavorida ante esa
invasión. «Le diré, no ves que me han jalado en Química por ti, no ves que ando enfermo por ti, Pies
Dorados, no ves. Toma los veinte soles que me prestó el Esclavo y si quieres te escribiré cartas, pero no
seas mala, no me asustes, no hagas que me jalen en Química, no ves que el Jaguar no quiere venderme ni
un punto, no ves que estoy más pobre que la Malpapeada.» Los brigadieres vuelven a contar los efectivos
y a dar parte a los suboficiales y éstos al teniente Gamboa. Ha comenzado a caer una garúa muy fina.
Alberto toca con su pie la pierna de Vallano. Éste lo mira de reojo.
– Tres cartas, negro.
– Cuatro.
– Bueno, cuatro.
Vallano asiente, pasándose la lengua por los labios en busca de las últimas migas de pan.
El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado
por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se
pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo
sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La
marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los
suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día
seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los
escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó
un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre
sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo
consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos
paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. «Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un
paquete por cráneo.» El Jaguar y los suyos le advirtieron: «dos o se reunirá el Círculo».
– Sólo veinte puntos – dice Vallano -. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.
– No – responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me
dictas. Me muestras tu examen.
– Te dicto.
Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y
Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.
-¿Como la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.
Vallano ríe.
– Cuatro cartas – dice – De dos páginas.
El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y
malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.
– Al que saque el libro o mire al compañero se le anula la prueba – dice -. Y, además, seis puntos.
Brigadier, reparta los exámenes.
– Rata.
El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.
– Anulado el pacto – dice Alberto -. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro.
Arróspide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.
– Las ocho -dice- Tienen cuarenta minutos.
– Rata.
-¡Aquí no hay un solo hombre! – ruge Pezoa- Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.
Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en
desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: «rata, rata”.
-¡Silencio, cobardes! – grita el suboficial.
En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y
cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado
anchas para su cuerpo.
-¿Qué ocurre, Pezoa?
El suboficial saluda.
– Se las dan de graciosos, mi teniente.
Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.
-¿Ah, sí? – dice Gamboa- Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.
Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto
uniforme.
– Vallano – susurra Alberto- El pacto vale.
Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha
terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. «Quince más cinco,
más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son
¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y
tuviera que irse corriendo, Pies Dorados.» Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de
imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su
examen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha:
-¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta.
Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa,
mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando
la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya
respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se
mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una
pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la
vigilancia del teniente, a esa presencia?
Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se
insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas,
cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un
simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la
exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados,
emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo
una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y
los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): «¡Crúcenla pájaros!»,
los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y
los corazones henchidos de un coraje ¡limitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los
sembríos -¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la
sangre, si murieran!-, llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y
alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan
verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y
sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las
sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando
el viento marino, calculando. En cuclillas o tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte
dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas.
«¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!» Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos
uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen
costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa,
dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.
El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil
y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes
caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces
de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses
como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú;
no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de
cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había
terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de
tres elementos simples’: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el
primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y
salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no
exento de curiosidad y aun de simpatía.
El esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas
cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: «venga con nosotros, perro». Él sonrió y los siguió
dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados
y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los
perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El
Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de
uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado
en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no
pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un
insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo:
– Para empezar, cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó
ligeramente su estómago.
– No quiere – dijo la voz- El perro no quiere cantar.
Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que
tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:
– Cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de «Allá en el rancho
grande; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos.
Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.
– Basta – dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero.
Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:
– Párese.
Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:
-¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.
Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:
– Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien.
Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.
El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi
inmediatamente.
– Bueno – dijo la voz- ¿Cuál ha pegado más fuerte?
– El de la izquierda.
-¿Ah, sí? – replicó la voz cambiante- ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de
nuevo, fíjese bien.
El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo
contuvieron y lo devolvieron a su sitio.
– Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?
– Los dos igual.
– Quiere decir que han quedado tablas – precisó la voz – Entonces tienen que desempatar.
Un momento después, la voz incansable preguntó:
-A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?
– No – dijo el Esclavo.
Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el
mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: «cuidado con las rayas, Ricardito» y
tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.
– Mentira – dijo la voz- Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro?
Él pensó: «ya terminaron». Pero sólo acababan de comenzar.
-¿Usted es un perro o un ser humano? – preguntó la voz.
– Un perro, mi cadete.
– Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas.
Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus Ojos
descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.
– Bueno – dijo la voz- Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A
usted le hablo.
El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:
– No sé, mi cadete.
– Pelean – dijo la voz- Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden.
El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas
secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se
vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un
mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la
certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y
que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo.
– Basta – dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra.
¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle?
– No, mi cadete – dijo el Esclavo.
– Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen.
Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había
caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en
torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó
y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la
lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él
aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: ‘Juro que me escaparé. Mañana mismo». La cuadra
estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos,
pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de
silencio, nació el Círculo.
Estaban acostados pero nadie dormía. El corneta acababa de marcharse del patio. De pronto, una silueta
se descolgó de una litera, cruzó la cuadra y entró al baño: los batientes quedaron meciéndose. Poco
después estallaban las arcadas y luego el vómito ruidoso, espectacular. Casi todos saltaron de las camas
y corrieron al baño, descalzos: alto y escuálido, Vallano estaba en el centro de la habitación amarillenta,
frotándose el estómago. No se acercaron, estuvieron examinando el negro rostro congestionado mientras
arrojaba. Al fin, Vallano se aproximó al lavador y se enjuagó la boca. Entonces comenzaron a hablar con
una agitación extraordinaria y en desorden, a maldecir con las peores palabras a los cadetes de cuarto
año.
– No podemos quedarnos así. Hay que hacer algo – dijo Arróspide. Su rostro blanco destacaba entre los
muchachos cobrizos de angulosas facciones. Estaba colérico y su puño vibraba en el aire.
– Llamaremos a ése que le dicen el Jaguar – propuso Cava.
Era la primera vez que lo oían nombrar. «¿Quién?», preguntaron algunos; «¿es de la sección?»
– Sí – dijo Cava -. Se ha quedado en su cama. Es la primera, junto al baño.
-¿Por qué el Jaguar? – dijo Arróspide -. ¿No somos bastantes?
– No – dijo Cava- No es eso. Él es distinto. No lo han bautizado. Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera.
Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: «¿así que
van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver». Se les reía en la cara. Y eran como diez.
-¿Y? – dijo Arróspide.
– Ellos lo miraban medio asombrados – dijo Cava- Eran como diez, fíjense bien. Pero sólo cuando nos
llevaban al estadio. Allá se acercaron más, como veinte, o más, un montón de cadetes de cuarto. Y él se
les reía en la cara; «¿así que van a bautizarme?», les decía, qué bien, qué bien.
-¿Y? – dijo Alberto.
-¿Usted es un matón, perro?, le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les
digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron
las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían
miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien.
Y él se les reía y les gritaba: ¿así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien.
-¿Y por qué le dices Jaguar? – preguntó Arróspide.
– Yo no – dijo Cava- Él mismo. Lo tenían rodeado y se habían olvidado de mí. Lo amenazaban con sus
correas y él comenzó a insultarlos, a ellos, a sus madres, a todo el mundo. Y entonces uno dijo: «a esta
bestia hay que traerle a Gambarina». Y llamaron a un cadete grandazo, con cara de bruto, y dijeron que
levantaba pesas.
-¿Para qué lo trajeron? – preguntó Alberto.
– ¿Pero por qué le dicen el Jaguar? – insistió Arróspide.
– Para que pelearan – dijo Cava- Le dijeron: «oiga, perro, usted que es tan valiente, aquí tiene uno de su
peso». Y él les contestó: «me llamo Jaguar. Cuidado con decirme perro».
-¿Se rieron? – preguntó alguien.
– No – dijo Cava -. Les abrieron cancha. Y él siempre se reía. Aun cuando estaba peleando, fíjense bien.
-¿Y? – dijo Arróspide.
– No pelearon mucho rato – dijo Cava- Y me di cuenta por qué le dicen Jaguar. Es muy ágil, una
barbaridad de ágil. No crean que muy fuerte, pero parece gelatina; al Gambarina se le salían los ojos de
pura desesperación, no podía agarrarlo. Y el otro, dale con la cabeza y con los pies, dale y dale, y a él
nada. Hasta que Gambarina dijo: «ya está bien de deporte; me cansé», pero todos vimos que estaba
molido.
-¿Y? – dijo Alberto.
– Nada más – dijo Cava- Lo dejaron que se viniera y comenzaron a bautizarme a mí.
– Llámalo – dijo Arróspide.
Estaban en cuclillas y formaban un círculo. Algunos habían encendido cigarrillos que iban pasando de
mano en mano. La habitación comenzó a llenarse de humo. Cuando el Jaguar entró al baño, precedido
por Cava, todos comprendieron que éste había mentido: esos pómulos, ese mentón habían sido
golpeados y también esa ancha nariz de buldog. Se había plantado en medio del círculo y los miraba
detrás de sus largas pestañas rubias, con unos ojos extrañamente azules y violentos. La mueca de su boca
era forzada, como su postura insolente y la calculada lentitud con que los observaba, uno por uno. Y lo
mismo su risa hiriente y súbita que tronaba en el recinto. Pero nadie lo interrumpió. Esperaron,
inmóviles, que terminara de examinarlos y de reír.
– Dicen que el bautizo dura un mes – afirmó Cava -. No podemos aceptar que todos los días pase lo que
hoy.
El Jaguar asintió.
-Sí – dijo -. Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo
principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en
grupos. Nos reuniremos en las noches, después del toque de silencio. Ah, y buscaremos un nombre para
la banda.
-¿Los halcones? – insinuó alguien, tímidamente.
– No – dijo el Jaguar- Eso parece un juego. La llamaremos «el Círculo».
Las clases comenzaron a la mañana siguiente. En los recreos, los de cuarto se precipitaban sobre los
perros y organizaban carreras de pato: diez o quince muchachos, formados en línea, las manos en las
caderas y las piernas flexionadas, avanzaban a la voz de mando imitando los movimientos de un
palmípedo y graznando. Los perdedores merecían ángulos rectos. Además de registrarlos y apoderarse
del dinero y los cigarrillos de los perros, los de cuarto preparaban aperitivos de grasa de fusil, aceite y
jabón y las víctimas debían beberlos de un solo trago, sosteniendo el vaso con los dientes. El Círculo
comenzó a funcionar dos días más tarde, poco después del desayuno. Los tres años salían
tumultuosamente del comedor y se esparcían como una mancha por el descampado. De pronto, una
nube de piedras pasó sobre las cabezas descubiertas y un cadete de cuarto rodó por el suelo, chillando.
Ya formados, vieron que el herido era llevado en hombros a la enfermería por sus compañeros. A la
noche siguiente, un imaginaria de cuarto que dormía en la hierba fue asaltado por sombras
enmascaradas: al amanecer, el corneta lo encontró desnudo, amarrado y con grandes moretones en el
cuerpo enervado por el frío. Otros fueron apedreados, manteados; el golpe más audaz, una incursión a la
cocina para vaciar bolsas de caca en las ollas de sopa del cuarto año, envió a muchos a la enfermería con
cólicos. Exasperados por las represalias anónimas, los de cuarto proseguían el bautizo con ensañamiento.
El Círculo se reunía todas las noches, examinaba los diversos proyectos, el Jaguar elegía uno, lo
perfeccionaba e impartía las instrucciones. El mes de encierro forzado transcurría rápidamente, en medio
de una exaltación sin límites. A la tensión del bautizo y las acciones del Círculo, se sumó pronto una
nueva agitación: la primera salida estaba próxima y ya habían comenzado a confeccionarles los
uniformes azul añil. Los oficiales les daban una hora diaria de lecciones sobre el comportamiento de un
cadete uniformado en la calle.
– El uniforme – decía Vallano, revolviendo con avidez los Ojos en las órbitas -, atrae a las hembritas como
la miel.
«Ni fue tan grave como decían, ni como me pareció entonces, sin contar lo que pasó cuando Gamboa
entró al baño después de silencio, ni se puede comparar ese mes con los otros domingos de consigna, ni
se puede.» Esos domingos, el tercer año era dueño del colegio. Proyectaban una película al mediodía y en
las tardes venían las familias: los perros se paseaban por la pista de desfile, el descampado, el estadio y
los patios, rodeados de personas solícitas. Una semana antes de la primera salida, les probaron los
uniformes de paño: pantalones añil y guerreras negras, con botones dorados; quepí blanco. El cabello
crecía lentamente sobre los cráneos y también la codicia de la calle. En la sección, después de las
reuniones del Círculo, los cadetes se comunicaban sus planes para la primera-salida. “¿Y cómo supo,
pura casualidad, o un soplón, y si hubiera estado Huarina de servicio, o el teniente Cobos? Sí, por lo
menos no tan rápido, se me ocurre que si no descubre el Círculo la sección no se hubiera vuelto un
muladar, estaríamos vivitos y coleando, no tan rápido.» El Jaguar estaba de pie y describía a un cadete de
cuarto, un brigadier. Los demás lo escuchaban en cuclillas, como de costumbre; las colillas pasaban de
mano en mano. El humo ascendía, chocaba contra el techo, bajaba hasta el suelo y quedaba circulando
por la habitación como un monstruo translúcido y cambiante. «Pero ése qué había hecho, no es cuestión
de echarnos un muerto a la espalda, Jaguar, decía Vallano, está bien la venganza pero no tanto, decía
Urioste, lo que me apesta en ese asunto es que puede quedar tuerto, decía Pallasta, el que las busca las
encuentra, decía el Jaguar, y mejor si lo averiamos, qué había hecho, y qué fue primero, ¿el portazo, el
grito?» El teniente Gamboa debió golpear la puerta con las dos manos, o abrirla de un puntapié; pero los
cadetes quedaron sobrecogidos, no al oír el ruido del portazo, ni el grito de Arróspide, sino al ver que el
humo estancado huía por el boquerón oscuro de la cuadra, casi colmado por el teniente Gamboa que
sostenía la puerta con las dos manos. Las colillas cayeron al suelo, humeando. Estaban descalzos y no se
atrevían a apagarlas. Todos miraban al frente y exageraban la actitud marcial. Gamboa pisó los
cigarrillos. Luego contó a los cadetes.
– Treinta y dos -dijo- La sección completa. ¿Quién es el brigadier?
Arróspide dio un paso adelante.
– Explíqueme este juego con detalles – dijo Gamboa, tranquilamente- Desde el principio. Y no se olvide
de nada.
Arróspide miraba oblicuamente a sus compañeros y el teniente Gamboa aguardaba, quieto como un
árbol. «¿Qué parecía como lo lloraba? Y después todos éramos sus hijos, cuando comenzamos a llorarle,
y qué vergüenza, mi teniente, usted no puede saber cómo nos bautizaban, ¿no es cosa de hombres
defenderse?, y qué vergüenza, nos pegaban, mi teniente, nos hacían daño, nos mentaban las madres,
mire cómo tiene el fundillo Montesinos de tanto ángulo recto que le dieron, mi teniente, y él como si
lloviera, qué vergüenza, sin decirnos nada, salvo qué más, hechos concretos, omitir los comentarios,
hablar uno por uno, no hagan bulla que molestan a las otras secciones, y qué vergüenza el reglamento,
comenzó a recitarlo, debería expulsarlos a todos, pero el Ejército es tolerante y comprende a los
cachorros que todavía ignoran la vida militar, el respeto al superior y la camaradería, y este juego se
acabó, sí mi teniente, y por ser primera y última vez no pasaré parte, sí mi teniente, me limitaré a dejarlos
sin la primera salida, sí mi teniente, a ver si se hacen hombrecitos, sí mi teniente, conste que una
reincidencia y no paro hasta el Consejo de Oficiales, sí mi teniente, y apréndanse de memoria el
reglamento si quieren salir el sábado siguiente, y ahora a dormir, y los imaginarias a sus puestos, me
darán parte dentro de cinco minutos, sí mi teniente.-
El Círculo no volvió a reunirse, aunque más tarde el Jaguar pusiera el mismo nombre a su grupo. Ese
sábado primero de junio, los cadetes de la sección, desplegados a lo largo de la baranda herrumbrosa,
vieron a los perros de las otras secciones, soberbios y arrogantes como un torrente, volcarse en la avenida
Costanera, teñirla con sus uniformes relucientes, el blanco inmaculado de los quepis y los lustrosos
maletines de cuero; los vieron aglomerarse en el mordido terraplén, con el mar crujiente a la espalda, en
espera M ómnibus Miraflores – Callao, o avanzar por el centro de la carretera hacia la avenida de las
Palmeras, para ganar la avenida Progreso (que hiende las chacras y penetra en Lima por Breña o, en
dirección contraria, continúa bajando en una curva suave y amplísima hasta Bellavista y el Callao); los
vieron desaparecer y cuando el asfalto quedó nuevamente solitario y humedecido por la neblina, seguían
con las narices en los barrotes; luego escucharon la corneta que llamaba al almuerzo y fueron caminando
despacio y en silencio hacia el año, alejándose del héroe que había contemplado con sus pupilas ciegas la
explosión de júbilo de los ausentes y la angustia de los consignados, que desaparecían entre los edificios
plomizos.
Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la
sección. «¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién?
Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se
mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se
hace.» Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron
dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de Ojos los contemplaban desde
las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo
ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y
sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la
espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro,
«perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue
arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia
recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me
acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre.» El Jaguar estaba de pie, miraba
con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de
nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco – dijo el Jaguar- No tienes dignidad
ni nada. Eres un esclavo.»
– 0cho y treinta – dice el teniente Garrido – Faltan diez minutos.
En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar
un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de
papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su
brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. «¿Se
habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:
– Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!
Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a
contraluz. Mientras la lee, sus Ojos son dos saltamontes que brincan M papel a las carpetas.
-¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? – pregunta Gamboa.
– No, mi teniente.
– Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?
– No, mi teniente.
– Su ángel de la guarda – dice Gamboa- ¿Sabe quién es?
– No, mi teniente.
– Vaya a sentarse y entrégueme el examen. – Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un
pupitre- El ángel de la guarda -añade- tiene treinta segundos para ponerse de pie.
Los cadetes se miran unos a otros.
– Van quince segundos – dice Gamboa- He dicho treinta.
– Yo, mi teniente – dice una voz frágil.
Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.
– Nombre – dice Gamboa.
– Ricardo Arana.
-¿Sabe usted que los exámenes son individuales?
– Sí, mi teniente.
-Bueno – dice Gamboa – Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La
vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. – Mira su reloj y agrega: – La hora. Entreguen
los exámenes.
Yo estaba en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con
Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba:
«¿qué sabes de él?». «Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió.» «¿A dónde vas tan
apurado?, ven a conversar un rato.» Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era
mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me
decía: «¿qué tomas?». «No sé, cualquier cosa, lo que tú.» «Bueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos
cortos!» Y después me daba una palmada: «cuidado te emborraches”. El pisco me hacía arder la garganta
y lagrimear. Él decía:» chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo». Hablábamos
de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y
resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién
hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que
por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. «Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro
años. ¿No te sientes viejo?» Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para
irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergüenza que mi madre pudiera sospechar.
Sacaba los libros y decía «voy a estudiar al lado» y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza,
a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar
me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere.
Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería,
dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo «estudien en la cocina, ahí hay
más luz». Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a
cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan
bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos
colores. Yo le decía «serás una pintora para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de
una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la
encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca
estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era s1i cara. Tenía
piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus
piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me
acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en
besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados.
Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre «tengo montones de
deberes», para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía «si estas cansada me voy a
mi casa», pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me
trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los
muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos
en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en
una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en
que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados,
pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o
iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se
quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. «Lo peor, decía, es haber servido al gobierno
treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno.» La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y
comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé
una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba
amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes.
Pero mejor que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho
mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el
Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: «un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los
jefes». Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa
vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y
el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección
estaba con nosotros y nos apoyaba. «Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo.»
Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. «Mis cadetes, la altura me da vértigos.» El Jaguar se
retorcía de risa y Cava estaba enojado: «¿sabes de quién te vas a burlar, perro?». En mala hora subió, pero
debía tener tanto miedo. «Trepa, trepa, muchacho», decía el Rulos. «Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero
igual que un artista, moviendo las manos.» Estaba prendido como un mono y la escalera tac-tac sobre la
loza. «¿Y si me caigo, mis cadetes?» «Te caes», le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. «Ahorita se
rompe la crisma», decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado
de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? «Creo que se ha sacado el dedo», decía el
Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. «Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches,
hasta que aparezcan los culpables.» La sección se portó bien y el Jaguar les decía: «¿por qué no quieren
entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?». Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor
que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en
el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron
suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce,
nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que
me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un
juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron?
Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de
las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando
está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la
cristina.” ¿Está usted tomándome el pelo?» «No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha
caspa.» Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era
invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos.
Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. «Qué apretura, yo
tengo mucho poto para tan poca banca decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le
cobraba a alguien, «oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?», ya estaba oscuro y le decían
«cállate o va a llover». Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo
estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para
buscarlo y todos comenzaron a moverse. «Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver
la película.» «¿A mí me habla, cadete?-, le pregunté. «No, al que está a su lado.» «¿A mí?», le dijo el Jaguar.
«¿A quién sino a usted?» «Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow-boys.» «¿No
va a sacar esos ladrillos?» «Creo que no», dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el
cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. «¿No quiere usted
obedecer?», dijo el de quinto. «No, dijo el Jaguar, ¿por qué?», le estaba tomando el pelo a su gusto. Y
entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar «ay, ay, ay» y toda la sección lo
siguió. «¿Se están burlando de mí?», preguntó el de quinto. «Parece que sí, mi cadete», le dijo el Jaguar. Se
va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca
vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. 0 algún amigo
que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos
con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más
patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban
machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, «luces,
suboficial, luces, ¿está usted sordo?». Y los perros se pusieron a gritar «luces, luces», no sabían qué pasaba
y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban,
todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un
incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha.
Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las
manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién
iba a distinguir. «¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos
animales se están matando?» Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un
malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a
los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. «Abran paso, carajos, abran paso», maldita sea si
alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me
voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los
ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos
y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son
formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos
amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los
hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el
salón de actos y comenzamos a cantar «ay, ay, ay». «Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo
fregaban», decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: «los de quinto están furiosos, los hemos dejado
en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto». Los oficiales andaban de un lado
a otro como ratones, preguntando «¿cómo empezó esta sopa?», «hablen o al calabozo». Ni siquiera los
oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a
esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos
perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre
precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen,
griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano,
así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si
fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre
debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como
cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras
también se preparan para la gran mechadera. «No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta,
vamos a sacar unas cuantas losetas.» Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos
metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada,
no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan
tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no
los machuquen los de quinto.
La casa que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco,
de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden
hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los
equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre
Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque
los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle jugaban fulbito. Se
ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no
estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos,
disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos
minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones
apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y
temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún otro eufórico
pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los
umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba
ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio,
y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se
echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, «nos siguen, nos están siguiendo». Y nadie volvía la
cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían «rápido, nos siguen, han llamado a
la Policía», y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el
esfuerzo, gritaba: «¡al barranco, vamos al barranco!». Y todos lo seguían, diciendo «sí, sí, al barranco» y él
sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la
de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una
respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y
arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital,
que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y
alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y
luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una
cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla
alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en
el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir:
«vamos al barranco». Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la
altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos
graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando
desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más
apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos
y ademanes de los héroes de las películas: «por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza;
de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será
más fácil, al otro lado hay musgo y podríamos resbalar, fíjense que ese camino llega hasta la playita
donde no hemos estado». Si alguno oponía reparos (Emilio, por ejemplo, que tenía vocación de jefe),
Alberto defendía su tesis con fervor; el barrio se dividía en dos bandos.
Eran discusiones vibrantes, que caldeaban las mañanas húmedas de Miraflores. A su espalda, por el
Malecón, pasaba una línea ininterrumpida de vehículos; a veces, un pasajero sacaba la cabeza por la
ventanilla para observarlos; si se trataba de un muchacho, sus ojos se llenaban de codicia. El punto de
vista de Alberto solía prevalecer, porque en esas discusiones ponía un empeño, una convicción que
fatigaban a los demás. Descendían muy despacio, desvanecido ya todo signo de polémica, sumidos en
una fraternidad total, que se traslucía en las miradas, en las sonrisas, en las palabras de aliento que
cambiaban. Cada vez que uno vencía un obstáculo o acertaba un salto arriesgado, los demás aplaudían.
El tiempo transcurría lentísimo y cargado de tensión. A medida que se aproximaban al objetivo, se
volvían más audaces; percibían ya muy próximo ese ruido peculiar, que en las noches llegaba hasta sus
lechos miraflorinos y que era ahora un estruendo de agua y piedras- ‘ sentían en las narices ese olor a sal
y conchas limpísimas y pronto estaban en la playa, un abanico minúsculo entre el cerro y la orilla, donde
permanecían apiñados, bromeando, burlándose de las dificultades del descenso, simulando empujarse,
en medio de una gran algazara. Alberto, cuando la mañana no era muy fría o se trataba de una de esas
tardes en que sorpresivamente aparece en el cielo ceniza un sol tibio, se quitaba los zapatos y las medias
y animado por los gritos de los otros, los pantalones remangados sobre las rodillas, saltaba a la playa,
sentía en sus piernas el agua fría y la superficie pulida de las piedras y, desde allí, sosteniendo sus
pantalones con una mano, con la otra salpicaba a los muchachos, que se escudaban uno tras otro, hasta
que se descalzaban a su vez, y salían a su encuentro y lo mojaban y comenzaba el combate. Más tarde,
calados hasta los huesos, volvían a reunirse en la playa y, tirados sobre las piedras, discutían el ascenso.
La subida era penosa y extenuante. Al llegar al barrio, permanecían echados en el jardín de la casa de
Pluto, fumando «Viceroys» comprados en la pulpería de la esquina, junto con pastillas de menta para
quitarse el olor a tabaco.
Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban
al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a
galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a
gritos los incidentes del film. Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio
Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las
diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban
revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros
barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las
camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar
a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las
muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto,
furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos
estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y le jalaban los cabellos hasta
hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar
por no haberla defendido». Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la
lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza,
pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.
Pero no vinieron, por culpa de los oficiales, tenía que ser. Creíamos que eran ellos y saltamos de las
camas pero los imaginarias nos aguantaron: «quietos que son los soldados». Los habían levantado a
medianoche a los serranos y los tenían en la pista de desfile, armados hasta los dientes, como si fueran a
la guerra, y también los tenientes y los suboficiales, es un hecho que se la olían. Pero quisieron venir,
después supimos que se pasaron la noche preparándose, dicen que hasta tenían hondas y cócteles de
amoníaco. Qué manera de mentarle la madre a los soldados, estaban furiosos y nos mostraban las
bayonetas. No se olvidará de este servicio, dicen que el coronel casi le pega, o tal vez le pegó, «Huarina,
es usted un cataplasma», lo fundimos delante del ministro, delante de los embajadores, dicen que casi
lloraba. Todo hubiera terminado ahí, si al día siguiente no hay la fiesta ésa, bien hecho coronel, qué es
eso de exhibirnos como monos, evoluciones con armas ante el arzobispo y almuerzo de camaradería,
gimnasia y saltos ante los generales ministros y almuerzo de camaradería, desfile con uniformes de
parada y discursos, y almuerzo de camaradería ante los embajadores, bien hecho, bien hecho. Todos
sabían que iba a pasar algo, estaba en el aire, el Jaguar decía: «ahora en el estadio tenemos que ganarles
todas las pruebas, no podemos perder ni una sola, hay que dejarlos a cero, en los costales y en las
carreras, en todo». Pero no hubo casi nada, se armó con la prueba de la soga, todavía me duelen los
brazos de tanto jalar, cómo gritaban «dale Boa», «dale duro, Boa», «fuerte, fuerte», «zuza, zuza». Y en la
mañana, antes del desayuno, venían donde Urioste, el Jaguar y yo y nos decían “jalen hasta morirse pero
no retrocedan, háganlo por la sección». El único que no se la olía era Huarina, gran baboso. En cambio la
Rata tiene olfato, cuidado con hacer cojudeces delante del coronel y no se me ría nadie en las barbas, soy
chiquitito pero me he cansado de ganar campeonatos de yudo. Quieta, perra, saca tus malditos dientes,
Malpapeadita. Y estaba lleno de gente, los soldados habían traído sillas del comedor o eso fue otra vez,
pero digamos que estaba lleno de gente, imposible distinguir al general Mendoza entre tanto uniforme.
El que tiene más medallas y me voy a quedar seco de risa si me acuerdo del micro, el colmo de la mala
suerte, cómo nos divertimos, me voy a hacer pis de risa, me corto la cabeza que si está Gamboa, voy a
reventar de tanta risa si me acuerdo del micro. Quién hubiera pensado que sería tan serio, pero mira
cómo están los de quinto, nos mandan candela con los ojos y abren las bocas como para mentarnos la
madre.
Y nosotros comenzamos también a mentarles la madre, bajito, despacito, Malpapeada. ¿Listos, cadetes?
Atención al pito. «Evoluciones sin voz de mando», decía el micro, «cambios de dirección y de paso», «de
frente, marchen». Y ahora los barristas, espero que se hayan lavado bien el cuerpo, carcosos. Una, dos,
tres, vayan al paso ligero y saluden. Ese enano es buenazo en la barra, casi no tiene músculos y sin
embargo qué ágil. Al coronel tampoco lo veíamos pero ni hacía falta, lo conozco de memoria, para qué
echarse tanta gomina con semejantes cerdas, no vengan a hablarme de porte militar cuando pienso en el
coronel, se suelta el cinturón y el vientre se le derrama por el suelo y qué risa la cara que puso. Creo que
lo único que le gusta son las actuaciones y los desfiles, miren a mis muchachos. Qué igualitos están,
tachín, tachín, comienza el circo, y ahora mis perros amaestrados, mis pulgas, las elefantas equilibristas,
tachín, tachín. Con esa vocecita, yo fumaría todo el tiempo para volverme ronco, no es una voz militar.
Nunca lo he visto en una campaña, ni lo imagino en una trinchera, pero eso sí, más y más actuaciones,
esa tercera fila está torcida, cadetes, más atención oficiales, falta armonía en los movimientos,
marcialidad y compostura, gran baboso, la cara que habrás puesto con lo de la soga. Dicen que el
ministro transpiraba y que le dijo al coronel «¿esos carajos se han vuelto locos o qué?». Justo estábamos
frente a frente, el quinto y el cuarto, y en medio la cancha de fútbol. Cómo estaban, se movían en sus
asientos como serpientes y al otro lado los perros, mirando sin comprender nada, espérense un momento
y van a ver lo que es bueno. Huarina daba vueltas junto a nosotros y decía «¿creen que podrán?».» Puede
usted consignarme un año si no ganamos», le dijo el Jaguar. Pero yo no estaba tan seguro, tenían buenos
animalotes, Gambarina, Risueño, Carnero, tremendos animalotes. Me dolían los brazos desde antes y
sólo de nervios. «Que el Jaguar se ponga delante», gritaban en las tribunas y también «Boa, eres nuestra
esperanza». Los de la sección comenzaron a cantar «ay, ay, ay» y Huarina se reía hasta que se dio cuenta
que era por fregar a los de quinto y comenzó a jalarse los pelos, qué hacen brutos, ahí está el general
Mendoza, el embajador, el coronel, qué hacen, la baba se le salía por los ojos. Me río si me acuerdo que el
coronel dijo «no crean que la soga es cuestión de músculos, también de inteligencia y de astucia, de
estrategia común, no es fácil armonizar el esfuerzo», me muero de risa. Los muchachos nos aplaudieron
como nunca he oído, cualquiera que tenga un corazón se emociona. Los de quinto ya estaban en la
cancha con sus buzos negros y a ellos también los aplaudían. Un teniente trazaba la raya y parecía que
estábamos en plena prueba, cómo chillaba la barra: «cuarto, cuarto», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será
su padre», «le guste o no le guste, cuarto vencerá». ¿Y tú que gritas?, me dijo el Jaguar, ¿no ves que eso
puede agotarte?, pero era tan emocionante: «un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá;
chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, rá-rá-rá». Ya, dijo Huarina, les toca. Pórtense como deben y dejen bien el
nombre del año, muchachos, ni sospechaba la que se venía. Corran muchachos, el Jaguar adelante, zuza,
zuza, Urioste, zuza, zuza, Boa, dale, dale, Rojas, ufa, ufa, Torres, chanca, chanca, Riofrío, Pallasta,
Pestana, Cuevas, Zapata, zuza, zuza, morir antes que ceder un milímetro. Corran sin abrir la boca, las
tribunas están cerquita y a ver si le vemos la cara al general Mendoza, no se olviden de levantar los
brazos cuando Torres diga tres. Hay más gente de la que parecía y cuántos militares, deben ser los
ayudantes del ministro, me gustaría verles la cara a los embajadores, cómo nos aplauden y todavía no
hemos empezado. Eso es, ahora media vuelta, el teniente debe tener la soga lista, padrecito del cielo que
le haya hecho buenos nudos, qué tales caras de malos que ponen los de quinto, no me asusten que
tiemblo de miedo, alto. «Chajuí, chajuá, rá-rá-rá.» Y entonces Gambarina se acercó un poco y sin
importarle un comino el teniente que estiraba la soga y contaba los nudos, dijo: «así que se la quieren dar
de vivos. Cuidado que se pueden quedar sin bolas». «¿Y tú madre?», le preguntó el Jaguar. «Después
hablamos tú y yo», dijo Gambarina. «Basta de bromas», dijo el teniente, «vengan aquí los capitanes,
alíniense, comiencen a jalar al silbato, apenas uno atraviese la línea enemiga toco el pito y paran. La
victoria será por dos puntos de diferencia. Y no me vengan con protestas que yo soy hombre justo.»
Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar
o estoy loco, qué espera para tocar el pito. «Listos, muchachos», dijo el Jaguar, » dejen el alma en el suelo».
Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que
daba más ánimo eran los muchachos, se me rían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta
fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra,
ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no
estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un
segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, «trampa, mi
teniente», «no habíamos cruzado la línea, mi teniente”, chajuí, los de cuarto se han levantado, se han
sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú
muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de mal murmuren», dijo el teniente, «uno cero a favor
de cuarto. Y prepárense para la segunda.» Zuza compañeros, qué barra, la del cuarto, eso es rugir de
verdad, te estoy viendo serrano Cava, Rulos, griten que eso calienta los músculos, estoy transpirando
como una regadera, no te escapes culebra, quédate quietecita y no me metas los dientes, Malpapeada.
Los pies, eso es lo peor, se resbalan como patines en la hierbita, creo que se me va a romper algo, se me
salen las venas del cogote, quién es el que anda aflojando, no te agaches, pero quién es el traidor que
anda soltando, aprieten la culebra, piensen en el año, cuatro, tres, ufa, qué le pasa a la barra, maldita sea
Jaguar, nos empataron. Pero les costó más trabajo, se pusieron de rodillas y se tiraban al suelo con los
brazos abiertos, respiraban como animales y sudaban. «Van tablas a uno», dijo el teniente, «y no hagan
tantos aspavientos que parecen mujeres.» Y entonces comenzaron a insultarnos para bajarnos la moral.
«Apenas se termine el juego, mueren», «como que hay Dios en el cielo, los machucamos», «cierren las jetas
o nos mechamos ahora mismo”. «Malditos desconsiderados», decía el teniente, «No ven que las lisuras se
oyen en las tribunas, me la van a pagar caro.» Como si lloviera, tu madre por aquí, chajuí, la tuya, rá-rárá. Esta vez fue más rápido y más chistoso, todos comenzaron a rugir con la barriga, con los pescuezos
hinchados y las venas moradas. “Cuarto, cuarto, silben, fuiiiiiiii, boom, ¡cuarto!-, «le cuadre o no le
cuadre, cuarto será su padre», un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: «se nos
van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la
mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?». Las lisuras de las barras volaban sobre la
cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo,
brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el
último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de
toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba
desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, «vienen los de quinto», se puso a
gritar el Jaguar, la defenderse, muchachos», cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que
jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a
mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar
combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y
hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería
separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que
ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el
Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al
redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales,
pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó,
mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi
hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de
repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que
también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las
correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron
con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. «Se trata de un complot, mi
general, pero seré implacable», «qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen
de pelear», «mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto», pito y azote, tantos tenientes y ni los
veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita.
Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y
¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba,
parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida,
juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el
ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho
nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo
tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a
mi lado: «¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de
infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero». Y el coronel que se comía el micro y
no sabía por dónde empezar, y chillaba «cadetes» y se paraba y volvía a decir «cadetes» y se le quebraba
la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿ Qué fue lo que dijo,
Malpapeada?, digo además de repetir «cadetes, cadetes, cadetes», ya arreglaremos en familia lo ocurrido,
sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío,
nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a
llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo
el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te
escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y
quinto se quedan adentro»? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni
los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, «coronel’, excelentísima se
ñora”, todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel», «ilustrísima señora
embajadora, no tengo palabras», «cierren el micro», «le suplico, coronel”, ¿cuánto tiempo, Malpapeada?
Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta
que era una gringa, «¿lo hará usted por mí, coronel?», el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes.
«Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora
embajadora», dicen que Gamboa dijo después «qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas,
las mujeres dando órdenes en los cuarteles», y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del
colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro,
pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam-pampam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato
de atletismo y nosotros pam-pam-pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta
los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam-pam-pam, y no
le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y
dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general
Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam-pam, uy qué buenos somos todos,
uy papacito, uy mamacita, pam-pam-pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú
cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, » ¿dónde
esta Gambarina para darle un beso en la boca?», decía el Jaguar, «quiero decir si quedó vivo después de
tanto contrasuelazo que le di», la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es
dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el
corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete
siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le
dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes,
Malpapeada, perra.
Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el
cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera.
En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba
distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. «¿Qué
te parece tu papá?», le preguntó un día su madre. «Nada», dijo él, «no me parece nada.» Y otro día: «estás
contento, Richi?». -No.- Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le
presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese
mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre
cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, «buenos días»
y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil,
Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía
los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas
alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso,
respondía: «¿cómo?, ¿qué?». Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años,
decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era
distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo.» «Lo has
educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer.- Luego, las voces se perdieron
en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud
misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el
menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a
la vez que lo abrazaba: «¿y si tuvieras una hermanita?». Él pensó: «si me mato, será culpa de ellos y se
irán al infierno». Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo
mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho
meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: «¿no pueden ponerme interno?». Había hablado
con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las
manos en los bolsillos y agregó: «a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina
en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza». Su madre
lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso.» «¿Y quién acompañará a tu mamá?». «Ella, respondió
Ricardo, sin vacilar; mi hermanita.» La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos
revelaban ahora abatimiento. “No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo.»
Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el
lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras
que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que
crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había
oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes,
perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando.
Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó ”¡Richi!» él
ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: «no le
pegues a mi mamá”. Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz
indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta
blanca. Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin
gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le
habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó
al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su
padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y
venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre
cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se
interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera
de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla